Antes del siglo XVIII el ateísmo filosófico o teórico (otra cosa es el indiferentismo práctico) fue un fenómeno socialmente minoritario, que afectó a personas singulares o a algunos grupos filosóficos (atomistas griegos como Demócrito, cínicos postsocráticos y epicúreos, etc.), pero sin que llegara a difundirse sociológicamente. Con el naturalismo de la Ilustración francesa comienza una verdadera ola de ateísmo fundado en los postulados de los más diversos sistemas filosóficos: sensualísmo, positivismo, pragmatismo, evolucionismo, marxismo, existencialismo, que trataremos de analizar por grupos. Puede hablarse de ateísmo con respecto al panteísmo de Spinoza o del idealismo alemán (Fichte, Schelling, Hegel), en la medida en que no admiten una verdadera distinción real entre el hombre y el universo por una parte, y el Absoluto por otra.
El ateísmo ha adquirido tales proporciones, que X. Zubiri, aludiendo en esto a la teoría del espíritu objetivo o histórico de Hegel, no duda en llamarlo el pecado histórico de nuestro tiempo: «Es el `poder del pecado´, como factor teológico de la historia, y creo esencial sugerir que este poder recibe formas concretas, históricas, según los tiempos. El mundo está, en cada época, dotado de peculiares gracias y pecados. No es forzoso que una persona tenga sobre sí el pecado de los tiempos, ni, si lo tiene, es lícito que se le impute, por ello, personalmente. Pues bien: yo creo sinceramente que hay un ateísmo de la historia. El tiempo actual es tiempo de ateísmo, es una época soberbia de su propio éxito. El ateísmo afecta hoy, primo et per se, a nuestro tiempo y a nuestro mundo».
Las tres formas principales del ateísmo moderno
Algunos autores, y el mismo Concilio Vaticano II, dividen el ateísmo moderno en tres grupos o formas de humanismo: científico, político y moral. Sus características comunes son: a) un ateísmo de desarraigo, que no quiere plantearse siquiera el problema de Dios; prescinde sencillamente de Él, y de ahí parte para construir sus sistemas; b) un humanismo cerrado a toda trascendencia, que pone al hombre como principio y fin de todo.
1) Ateísmo científico. Este ateísmo puede ser definido como la supresión total de la religión, de la fe, en aras de la ciencia de la naturaleza. Ésta –dicen- se rige por unas leyes fijas y experimentables, aún no del todo conocidas, pero que, en cualquier caso, son absolutamente férreas e independientes de todo ser superior. El mundo es así presentado como existente por sí mismo, y Dios y la creación, negados. El Hombremáquina de Offroy de La Mettrie, la Éticahedonística de Adrián Helvecio y el SistemadelaNaturaleza de Dietrich von Holbach expresan ese ateísmo científico, empleado como arma contra Dios y la Iglesia por los enciclopedistas franceses del siglo XVIII: D´Alembert, Maupertuis, Voltaire, Diderot. La filosofía positivista del siglo XIX intensifica esa tendencia con autores como Vogt, Büchner, Moleschott, Haeckel, Comte, Le Dantec, Th. H. Huxley, así como el evolucionista Darwin y sus seguidores, y los precursores y autores del marxismo, según veremos luego. A éstos podrían añadirse otros autores científicos o filósofos, como Nietzsche, Hartmann, Husserl, F. Noelke, B. Russell, J. Dewey, M. P. Berthelot, etc. Dios y la creación son expulsados del cosmos como conceptos extraños, inútiles e ilusorios. Si a esto añadimos el pansexualismo de la escuela de Freud, que conduce a una forma de estructuralismo en el que se niega prácticamente la libertad del individuo, tenemos un cuadro bastante completo de la suplantación de Dios y de la Fe por la Ciencia humana.
2) Ateísmo político: es el ateísmo marxista. En Carlos Marx (m. 1883) se entrecruzan las más diversas tendencias filosófico-políticas, que le llevan a su célebre teoría de la alienación. Depende en primer lugar de Hegel, cuyo método de las contradicciones asume para aplicarlo al análisis de la vida socioeconómica, llegando así a su peculiar tesis de la historia como producto del desarrollo material económico -en el que subsume la entera realidad- regido por el enfrentamiento o lucha de clases. En eso ha sido precedido por L. Feuerbach que, al oponerse al idealismo de Hegel y reducir el pensamiento a las mismas cosas pensadas, concretas, sensibles y materiales, le proporciona las bases de su materialismo dialéctico. Con todo, la explicación de Dios que propone Feuerbach en su obra DasWesendesChristentums (La esencia del cristianismo, 1841), como una mera proyección de la mente humana que sublima las cualidades y perfecciones de la esencia humana o del hombre-especie y las venera como Dios, es considerada por Marx demasiado especulativa y abstracta. Lo mismo cabría decir con respecto a Engels, que puso a Marx en contacto con el movimiento industrial de su tiempo, y que define a la religión como el acto por el cual el hombre se vacía de sí mismo y transfiere la esencia de su humanidad al fantasma de un Dios en el más allá. Marx recogió todas esas tendencias, las ordenó y aplicó a la sociedad industrial moderna, con una filosofía de la praxis, que concibe como omnicomprensiva. El hombre –dice- se conquista y se hace a sí mismo mediante la transformación del mundo con el propio trabajo. Aplicando a esto el método de los contrarios de Hegel, Marx ve lo humano y lo inhumano como dos hechos perennes de la historia. Cuando el hombre coloca fuera de sí sus cualidades, deseos y aspiraciones y los venera o contempla como estructuras ajenas (religión, propiedad privada, Estado) cae en la alienación religiosa, económica, social, jurídica y política. Por eso dice: «La miseria religiosa es, por una parte, la expresión de la miseria real y, por otra parte, la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura agobiada por la desgracia, el alma de un mundo sin corazón, del mismo modo que es el espíritu de una época sin espíritu. Es un opio para el pueblo».
Se postula así un ateísmo radical y al mismo tiempo combativo: se cae, en efecto, en el error de sostener que la afirmación de Dios impide la realización del hombre, y se hace, por tanto, del ateísmo un momento del proceso de humanización. Por eso, para Marx, «la historia tiene la misión, una vez desvanecida la verdad de la vida futura, de establecer la verdad de la vida presente. Y la primera tarea de la filosofía, que está al servicio de la historia, consiste, una vez desenmascarada la imagen santa que representaba la renuncia del hombre a sí mismo, en desenmascarar esta renuncia en sus formas profanas. La crítica del cielo se transforma así en crítica de la tierra: la crítica de la religión, en crítica del derecho, y la crítica de la teología, en crítica de la política. La crítica de la religión conduce a la doctrina de que el hombre es para el hombre el ser supremo». Este mismo materialismo y ateísmo radicales se encuentra, por encima de las diferencias de matiz a otros respectos, en los diversos seguidores de Marx, como Kaustky, Lenin, Stalin, Mao Zsedong, Schaff, Lukács, Marcuse, Garaudy, etc.
3) Ateísmo moral: propio de un sector existencialista. La filosofía existencialista se caracteriza por ser una filosofía de la existencia personal del hombre, sintetizada en la libre elección del propio destino. Entre sus varias direcciones, hay una que se niega a admitir toda trascendencia, y sus representantes más notables son: J. P. Sartre, Simone de Beauvoir, R. Polin, M. Merleau-Ponty, y, en parte, A. Camus. Para Sartre, el hombre es un ser que «está ahí de más», condenado a la libertad, es decir, a elegir su propio destino, sabiendo ya de antemano que esto no le conducirá a nada, porque su fin es la muerte absoluta. El hombre sartriano es un ser incurable y profundamente frustrado, de ahí que, para él, el sentimiento que mejor revela la existencia humana es la náusea, el tedio y la angustia. La tesis de su obra L’ÊtreetleNéant (1943) reaparece sin remedio en su Critique de la raison dialectique (1960). Según él el ateísmo es un presupuesto existencial y debe desarraigar del hombre todo sentimiento de culpabilidad y de pecado, reivindicando la inocencia de la condición humana. Su única responsabilidad será externa, ante los demás, ante la historia. Dios –dice- es inútil; sólo interesa el yo, los otros y el mundo. «Cada uno tiene que elegir su moral, y la presión de las circunstancias es tal que no puede menos de tener que elegir una». M. Merleau-Ponty defiende este mismo ateísmo moral, si bien de un modo más intelectualista. La antropología vuelve a poner el destino del hombre en sus manos. La hipótesis Dios debe ser descartada, porque no es más que un obstáculo para comprender el sentido inmanente de los acontecimientos interhumanos. La humanidad misma tiene la responsabilidad total de su destino, que ella misma irá forjándose libremente. Una antropología sin trascendencia ni esperanza suplanta aquí a Dios y a todo mediador. El hombre es una pasión inútil (Sartre), un absurdo (A. Camus), un ser que debe dedicarse a vencer el terror de la muerte inevitable (Simone de Beauvoir) y que está-en-el-mundo para la muerte, para la nada: Sein zum Tode, sein zum Nichts (Heidegger).
Crítica filosófica del ateísmo
En primer lugar, algunos filósofos cristianos se niegan en absoluto a admitir la posibilidad de un verdadero ateísmo teórico, puesto que, dicen, la misma negación de Dios para constituirse el hombre a sí mismo en una deidad o absoluto implicaría ya de rechazo la afirmación del Absoluto. Esto irrita sobremanera a los ateos, y en realidad se impone la admisión de la existencia de ese ateísmo teórico en el plano consciente. Con todo, estas antropologías cerradas a la trascendencia no explican al hombre en su totalidad, puesto que ninguna de ellas responde de hecho al interrogante de su origen y de sus anhelos, enraizados en la misma estructura ontológico-vital de la naturaleza humana. El hombre ateo se constituye en principio y fin de sí mismo, cuando en realidad ni es principio de sí mismo, aun en el caso de que se considere como un eslabón más en la cadena de la evolución de la materia, ni es fin de sí mismo, ya que la aniquilación por la muerte tampoco depende de su libre elección.
Una crítica filosófica del ateísmo implica poner de manifiesto la inanidad de esa pretendida autosuficiencia del mundo y del hombre, y, en ese sentido, se identifica con la demostración filosófica de la realidad de Dios y de la creación. La crítica filosófica del ateísmo supone entrar de lleno en el campo de la gnoseología o teoría del conocimiento, a fin de poner de manifiesto la posibilidad de un conocimiento metafísico, trascendente, que va más allá de los simples datos de la experiencia para captar el ser de las cosas. Ello implica, en primer lugar, la crítica del empirismo y el positivismo, que reducen el conocimiento a conocimiento sensible y niegan la vida propiamente intelectual, así como del agnosticismo kantiano y del idealismo, que encierran el pensamiento humano en el interior de los estados de conciencia vedándole el acceso a la realidad en sí. En segundo lugar, y ya que negar la verdad del conocimiento es caer en un escepticismo absoluto, la crítica del ateísmo está relacionada con la crítica del escepticismo, según aparece ya en los mismos diálogos agustinianos de Casiciaco. Por eso la prueba agustiniana de la existencia de Dios, que implica a la vez la noción de causalidad eficiente y ejemplar (teoría de la participación), y por tanto el principio de la analogía, pasa a través del hombre y se une a la afirmación de éste como ser abocado al conocimiento y amor de lo universal, que no puede identificarse con el hombre mismo.
Junto a esas posturas filosóficas pueden influir en la aparición del a. otros elementos, pero son más bien factores que explican su génesis psicológica que raíces filosóficas del mismo.
Psicología del ateísmo
Son múltiples las causas que pueden influir en la génesis del ateísmo, además del medio ambiente social y cultural en que transcurre la vida de cada individuo. Éstas pueden ser: un sentido falso de la subjetividad, de la libertad y dignidad personales, que se creen amenazadas ante la admisión de un Creador Absoluto; una desenfocada conciencia provocada por el sentido de autosuficiencia que experimenta al lograr dominar a la naturaleza mediante los éxitos de la técnica; la inmediatez de su afectividad humana, que tiende a rechazar toda limitación o imposición extrínseca; la oscuridad del conocimiento que el hombre tiene de Dios y, a veces, la deficiencia de las representaciones divinas propuestas por muchos creyentes; el problema del mal en el mundo que, si se prescinde del pecado, lleva al maniqueísmo, admitiendo un principio eterno del mal distinto y en eterna lucha con el principio eterno del bien, o a la negación de Dios; entre estos males del mundo, algunos hombres sienten con intensidad especial la sinrazón del mal físico y moral de los individuos (ateísmo moral), y otros la del mal social y económico, o la miseria y la lucha de clases (ateísmo político). Pero, en realidad, todas las formas del ateísmo implican siempre un endiosamiento de la propia vida, aunque no siempre sea culpable en el orden moral. Es la soberbia de la vida de que habla San Juan y que hace exclamar a X. Zubiri: el ateísmo... «es más bien la divinización o el endiosamiento de la vida. En realidad, más que negar a Dios, el soberbio afirma que él es Dios, que se basta totalmente a sí mismo».
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