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martes, 1 de diciembre de 2015

LA NUEVA Y ETERNA ALIANZA

La Alianza, Testamento o Pacto hecho por Dios con los hombres, fue salvarlos por medio de un Redentor prometido, con la condición de que prestasen fe a su palabra y obediencia a sus leyes. El antiguo Pacto lo hizo primero Dios con Adán y Noé, y después más especialmente con Abrahán y su descendencia; pacto que exigía la fe en el futuro Redentor o Mesías y guardar la ley dada al principio por Dios, y promulgada más tarde a su pueblo por medio de Moisés.

Ahora, por boca de Jeremías, Dios manifiesta la respuesta de su misericordia a la reiterada infidelidad del pueblo de Israel. A consecuencia de esta infidelidad, el antiguo pacto había quedado roto (v. 32) pero en el más hermoso pasaje de todo el libro profético (Bover-Cantera), Dios revela que su designio permanece invariable. Es más, anuncia otra Alianza. 

Entonces serán cambiados los corazones humanos, puesto que se inscribirá en ellos la ley de Dios. Oseas evoca esta Alianza bajo los rasgos de nuevos esponsales en amor, justicia, fidelidad, conocimiento de Dios… (Os 2,20-24). Ezequiel anuncia la conclusión de una alianza eterna, de una alianza de paz (Ez 34,25) y que comportará el cambio de los corazones y el don del Espíritu divino (Ez 36,26-27).

El nuevo Pacto, después de la venida de Jesucristo, Redentor y Salvador nuestro, lo hace Dios con todos los que reciben la señal que Él ha establecido, que es el Bautismo, y creen en Él y guardan la ley que el mismo Jesucristo vino a perfeccionar y completar, predicándola en persona y enseñándola de palabra a los Apóstoles[1].

«Aunque era Hijo, aprendió la paciencia por sus padecimientos y, una vez perfeccionado, vino a ser causa de sempiterna salud para todos los que le obedecen» (Hb 5, 8-9).

En la Segunda Lectura (Hb 5, 7-9), San Pablo[2] nos recuerda que el camino seguido por Dios para sellar este nuevo Pacto o Alianza fue la Encarnación de su Hijo.

Era necesario que Jesucristo fuese hombre para que pudiese padecer y morir, y que fuese Dios para que sus padecimientos fuesen de valor infinito para obtener la redención de los hombres. Por eso, hecho en todo igual a nosotros salvo en el pecado -o sea que sin tener pecado heredó y soportó como nosotros las consecuencias del pecado- Cristo será «causa de salvación eterna» (v. 9) por su obediencia a la voluntad del Padre.

Por la cruz, Cristo realiza la nueva Alianza anunciada por Jeremías (en Heb 8,8-12 se alude expresamente a Jer 31,31-34). Una Alianza que es nueva porque su mediador es más eminente y porque se ha sellado, no en sangre de animales, sino en la de Cristo mismo, derramada por nuestra redención. La antigua Alianza era imperfecta porque se mantenía en el plano de las sombras y de las figuras, la nueva es perfecta, puesto que Jesús, nuestro sumo sacerdote, nos asegura para siempre la cancelación de los pecados y el acceso a Dios.

III. «Y Yo, una vez levantado de la tierra, lo atraeré todo hacia Mí» (Jn 12, 32)
En el Evangelio (Jn 12, 20-33), Jesucristo alude a la hora, es decir, al momento en que habrá de consumar su sacrificio, la hora de la inmolación de la cual vendría su glorificación.
«Y Yo, una vez levantado de la tierra, lo atraeré todo hacia Mí» (v. 32), Esto es, consumada la redención, Cristo quedará como el centro al cual convergen todos los misterios de ambos Testamentos. Y aún más, la Alianza se extenderá a toda la gentilidad, a toda la humanidad convocada en la Iglesia. En Él han de unirse a un tiempo el cielo y la tierra como una nueva creación: «haciéndonos conocer el misterio de su voluntad; el cual consiste en la benevolencia suya, que se había propuesto (realizar) en Aquel en la dispensación de la plenitud de los tiempos: reunirlo todo en Cristo, las cosas de los cielos y las de la tierra» (Ef 1, 9-10).

«Si el grano de trigo arrojado en tierra no muere, se queda solo; mas si muere, produce fruto abundante» (v. 24). Jesús aplica esto primero a Él mismo. Significa así la necesidad de su Pasión y Muerte para que su fruto sea el perdón nuestro. En segundo lugar lo aplica a nosotros (v. 25) para enseñarnos a no poner el corazón en nuestro yo ni en esta vida que se nos escapa de entre las manos, y a buscar el nuevo nacimiento según el espíritu, prometiéndonos una recompensa semejante a la que Él mismo tendrá[3].

El profeta Jeremías había anunciado: «Pondré mi ley en sus entrañas, y la escribiré en sus corazones; y Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo» (Jer 31, 33). La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar bajo el impulso de la caridad y nos hace vivir de acuerdo con la condición de hijos de Dios.

Por tanto, para salvarnos no basta que Jesucristo haya muerto por nosotros, sino que es necesario aplicar a cada uno el fruto y los méritos de su pasión y muerte. Para ello los cristianos debemos cumplir la ley de Dios y acudir a las fuentes de la gracia que son los Sacramentos, de manera muy especial en el tiempo pascual que se acerca, renovando las promesas bautismales y recibiendo la Penitencia y la Eucaristía.

Las palabras de Jesús en el Evangelio de este Domingo, tienen su paralelo en la invitación que recogen los Sinópticos: «Si alguno quiere seguirme, renúnciese a sí mismo, y lleve su cruz y siga tras de Mí» (Mt 16, 24). En la cercanía de la Semana Santa y de la Pascua, acudimos a Nuestra Señora para que Ella nos enseñe a ser como la semilla que cae en tierra y muere para dar frutos de vida eterna. Vivamos estos días muy unidos a Cristo en el Calvario, para que cumpliendo la Ley que Dios ha escrito en nuestras almas, podamos participar un día de la Gloria de la Resurrección.

El hecho histórico de la última Cena es narrado en los evangelios de San Mateo (26, 26-28), San Marcos (14, 22-23), San Lucas (22, 19-20) y por San Pablo en la primera carta a los Corintios (11, 23-25), que permiten comprender el sentido del acontecimiento: 

Jesucristo se entrega (cf. Jn 13,1) como alimento del hombre, ofrece su cuerpo y derrama su sangre por nosotros. Esta alianza es nueva porque inaugura una nueva condición de comunión entre el hombre y Dios (cf. Hb 9,12); además es nueva y mejor que la antigua porque el Hijo en la cruz se entrega a sí mismo y a cuantos lo reciben les da el poder de ser hijos del Padre (cf Jn 1, 12; Gal 3, 26). El mandamiento “Haced esto en conmemoración mía” indica la fidelidad y la continuidad del gesto, que debe permanecer hasta el retorno del Señor (cf 1 Co 11, 26).

Cumpliendo este gesto, la Iglesia recuerda al mundo que entre Dios y el hombre existe una amistad indestructible gracias al amor de Cristo, que ofreciéndose a sí mismo ha vencido el mal. En este sentido la Eucaristía es fuerza y lugar de unidad del género humano. Pero la novedad y el significado de la última Cena están inmediata y directamente relacionados con el acto redentor de la cruz y con la resurrección del Señor, “palabra definitiva” de Dios al hombre y al mundo. De este modo, Cristo, con su deseo ardiente de celebrar la Pascua, de ofrecerse (cf Lc 22, 14-16), se transforma en nuestra Pascua (cf. 1 Co 5,7): la cruz comienza en la Cena (cf 1 Co 11, 26).

Es la misma persona, Jesucristo, que, en la Cena en modo incruento y en la cruz con su propia sangre, es sacerdote y víctima que se ofrece al Padre: “sacrificio que el Padre aceptó, cambiando esta entrega total de su Hijo, que se hizo “obediente hasta la muerte” (Flp 2,8), con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección, porque el Padre es el primer origen y el dador de la vida desde el principio”.[15] Por este motivo no puede separarse la muerte de Cristo de su resurrección (cf. Rm 4, 24-25), con la vida nueva que surge de ella y en la cual somos sumergidos en el bautismo (cf Rm 6,4).

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