¿Qué es catequesis?
La catequesis no se puede definir de una forma concreta, puntual y aislada, sino dentro de la globalidad de la misión de la Iglesia. Y por supuesto teniendo en cuenta que abarca desde técnicas a sentimientos. Lo primero es saber qué es la evangelización.
¿Qué es evangelizar?
Charlar brevemente sobre las siguientes cuestiones:
- ¿Te sientes evangelizado?
- ¿Quién te ha evangelizado?
- ¿Qué significa la palabra evangelizar? (Hacer que las cosas sean según el Evangelio).
Anotar las respuestas en la pizarra y afirmarlas o negarlas en el siguiente desarrollo:
Evangelizar es lo último que Jesús mandó a sus discípulos: "Id por todo el mundo y predicad la Buena Nueva a todos los hombres". Mucha gente lo ha hecho durante la historia y por ellos nosotros creemos en Jesucristo.
Lo anterior implica que Dios ha querido que los hombres seamos los instrumentos que contribuyan eficazmente a la salvación de otros hombres. Dios nos necesita (porque él quiere, no le gusta la magia) para la salvación de TODOS los hombres.
Esta es la razón de ser de la Iglesia, la única razón de ser de la Iglesia: SER SACRAMENTO DE SALVACIÓN PARA TODOS LOS HOMBRES. Esa misión que encomienda Jesús implica el derecho de todo hombre a ser evangelizado." La evangelización es la razón de ser de la Iglesia" (Evangelii Nuntiandi). Sin evangelización la Iglesia no puede existir, ni hubiera existido. Nadie conocería el menaje de Jesús de Nazaret.
Podemos decir que evangelizar es hacer llegar a todos los hombres la salvación. La incorporación al Reino de Dios.
La evangelización es "el proceso total mediante el cual la Iglesia, y el pueblo de Dios, movida por el Espíritu, anuncia al mundo el Evangelio (Buena Noticia) del Reino de Dios, da testimonio entre los hombres de la nueva forma de ser y de vivir que se instaura con ese Reino. Educa, en una comunidad, a los que se convierten, celebra (mediante los sacramentos) la presencia de Jesús y el don del Espíritu, impregna y transforma con su fuerza todo el orden temporal" (es decir, la globalidad del mundo).
Reflexionar sobre los puntos más destacados de la definición anterior y resolver dudas.
De la anterior definición partimos para decir que la evangelización tiene los siguientes elementos:
1º Renovación y transformación de la humanidad como objetivo general: Hay que cambiar lo que vaya contra el Reino de Dios.
2º Testimonio de los valores del Reino: Todos los que formamos la Iglesia tenemos que mostrar con nuestra vida lo que el Reino es.
3º Anuncia explícitamente el Evangelio, lo más fielmente a Jesús.
4º La adhesión de corazón: Convertirse a ese Mundo Nuevo.
5º Crea comunidades cristianas, porque la fe crece en grupo y se alimenta compartiéndola.
6º Celebra los sacramentos. Celebra la presencia de un Dios vivo en esa comunidad.
7º Desarrolla un apostolado (compromiso) activo. Compromiso cristiano en todo el mundo, todos los días.
La Iglesia cumpliendo estos requisitos es signo de Reino de Dios en la tierra; por ello son útiles para revisar nuestra comunidad cristiana.
Proceso de evangelización:
Hemos dicho en la definición que la evangelización es un proceso. Y es lógico, porque una persona no se evangeliza en un día:
- Para asimilar y creer el plan salvador que Dios tiene para los hombres no hay que aprender una teoría, unos dogmas o una ideología; hay que experimentar en la vida de cada uno como ese plan de Dios me salva. Esa experimentación lleva su tiempo, a unos más y a otros menos.
- Por esto mismo también decimos que la evangelización es un proceso, porque la fe cristiana es dinámica: Va madurando hasta que "lleguemos al estado de hombres perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo". ("Ad gentes" nº 6 Concilio Vaticano II).
Debido a esta dinámica y experimentación progresiva de la fe, podemos dividir el proceso evangelizador en tres etapas:
1ª ACCIÓN MISIONERA: Para los no creyentes.
2ª ACCIÓN CATEQUÉTICA: Para los recién convertidos que quieren madurar se fe.
3ª ACCIÓN PASTORAL: Para los cristianos fieles de la comunidad cristiana, para madurar su fe y evangelizar a su vez.
CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA
http://www.vatican.va/archive/catechism_sp/index_sp.html
La liturgia es la acción sagrada por excelencia, ninguna oración o acción humana la puede igualar por ser obra de Cristo y de toda su Iglesia y no de una persona o un grupo. Es la fuente de donde mana toda la fuerza de la Iglesia. Es la fuente primaria y necesaria de donde deben beber todos los fieles el espíritu cristiano. La liturgia invita a hacer un compromiso transformador de la vida, realizar el Reino de Dios. La Iglesia se santifica a través de ella y debe existir en la liturgia por parte de los fieles, una participación plena, consciente y activa.
Cada celebración litúrgica tiene un triple significado:
1. Recuerdo: Todo acontecimiento importante debe ser recordado. Por ejemplo, el aniversario del nacimiento de Cristo, su pasión y muerte, etc.
2. Presencia: Es Cristo quien se hace presente en las celebraciones litúrgicas concediendo gracias espirituales a todos aquellos que participan en ellas, de acuerdo a la finalidad última de la Iglesia que es salvar a todos los hombres de todos los tiempos.
3. Espera: Toda celebración litúrgica es un anuncio profético de la esperanza del establecimiento del Reino de Cristo en la tierra y de llegar un día a la patria celestial.
El Año litúrgico es el desarrollo de los misterios de la vida, muerte y resurrección de Cristo y las celebraciones de los santos que nos propone la Iglesia a lo largo del año. Es vivir y no sólo recordar la historia de la salvación. Esto se hace a través de fiestas y celebraciones. Se celebran y actualizan las etapas más importantes del plan de salvación. Es un camino de fe que nos adentra y nos invita a profundizar en el misterio de la salvación. Un camino de fe para recorrer y vivir el amor divino que nos lleva a la salvación.
Los Tiempos litúrgicos
El Año litúrgico está formado por distintos tiempos litúrgicos. Estos son tiempos en los que la Iglesia nos invita a reflexionar y a vivir de acuerdo con alguno de los misterios de la vida de Cristo. Comienza por el Adviento, luego viene la Navidad, Epifanía, Primer tiempo ordinario, Cuaresma, Semana Santa, Pascua, Tiempo Pascual, Pentecostés, Segundo tiempo ordinario y termina con la fiesta de Cristo Rey.
En cada tiempo litúrgico, el sacerdote se reviste con casulla de diferentes colores:
Blanco significa alegría y pureza. Se utiliza en el tiempo de Navidad y de Pascua
Verde significa esperanza. Se utiliza en el tiempo ordinario
Morado significa luto y penitencia. Se usa en Adviento, Cuaresma y Semana Santa
Rojo significa el fuego del Espíritu Santo y el martirio. Se utiliza en las fiestas de los santos mártires y en Pentecostés.
El Adviento es tiempo de espera para el nacimiento de Dios en el mundo. Es recordar a Cristo que nació en Belén y que vendrá nuevamente como Rey al final de los tiempos. Es un tiempo de cambio y de oración para comprometernos con Cristo y esperarlo con alegría. Es preparar el camino hacia la Navidad. Este tiempo litúrgico consta de las cuatro semanas que preceden al 25 de diciembre, abarcando los cuatro domingos de Adviento.
Al terminar el Adviento, comienza el Tiempo de Navidad, que va desde la Navidad o Nacimiento, que se celebra el 25 de diciembre y nos recuerda que Dios vino a este mundo para salvarnos.
La Epifanía se celebra cada 6 de enero y nos recuerda la manifestación pública de Dios a todos los hombres. Aquí concluye el Tiempo de Navidad.
El Primer tiempo ordinario es el que va de la fiesta de la Epifanía hasta inicio de Cuaresma.
En el Primer y Segundo tiempo ordinario del Año litúrgico, no se celebra ningún aspecto concreto del misterio de Cristo. En ambos tiempos se profundizan los distintos momentos históricos de la vida de Cristo para adentrarnos en la historia de la Salvación.
La Cuaresma comienza con el Miércoles de Ceniza y se prolonga durante los cuarenta días anteriores al Triduo Pascual. Es tiempo de preparación para la Pascua o Paso del Señor. Es un tiempo de oración, penitencia y ayuno. Es tiempo para la conversión del corazón.
La Semana Santa comienza con el Domingo de Ramos y termina con el Domingo de Resurrección. En el Triduo Pascual se recuerda y se vive junto con Cristo su Pasión, Muerte y Resurrección.
El Domingo de Pascua es la mayor fiesta de la Iglesia, en la que se celebra la Resurrección de Jesús. Es el triunfo definitivo del Señor sobre la muerte y primicia de nuestra resurrección.
El Tiempo de Pascua es tiempo de paz, alegría y esperanza. Dura cincuenta días, desde el Domingo de Resurrección hasta Pentecostés, que es la celebración de la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles. En esta fiesta se trata de abrir el corazón a los dones del Espíritu Santo.
Después de Pentecostés sigue el Segundo tiempo ordinario del año litúrgico que termina con la fiesta de Cristo Rey.
El eje del Año litúrgico es la Pascua. Los tiempos fuertes son el Adviento y la Cuaresma.
Durante el Adviento, Navidad y Epifanía se revive la espera gozosa del Mesías en la Encarnación. Hay una preparación para la venida del Señor al final de los tiempos: “Vino, viene y volverá”.
En la Cuaresma, se revive la marcha de Israel por el desierto y la subida de Jesús a Jerusalén. Se vive el misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo: “Conversión y meditación de la palabra de Dios”.
En el Tiempo Pascual se vive la Pascua, Ascensión y Pentecostés en 50 días. Se celebra el gran domingo: “Ha muerto, vive, ¡Ven Señor Jesús!
En los tiempos ordinarios, la Iglesia sigue construyendo el Reino de Cristo movida por el Espíritu y alimentada por la Palabra:
“El Espíritu hace de la Iglesia el cuerpo de Cristo, hoy ”.
Los cambios de fechas en algunas fiestas del Año litúrgico.
El Año litúrgico se fija a partir del ciclo lunar, es decir, no se ciñe estrictamente al año calendario. La fiesta más importante de los católicos, la Semana Santa, coincide con la fiesta de la "pascua judía" o Pesaj, misma que se realiza cuando hay luna llena. Se cree que la noche que el pueblo judío huyó de Egipto, había luna llena lo que les permitió prescindir de las lámparas para que no les descubrieran los soldados del faraón.
La Iglesia fija su Año litúrgico a partir de la luna llena que se presenta entre el mes de marzo o de abril. Por lo tanto, cuando Jesús celebró la Última Cena con sus discípulos, respetando la tradición judía de celebrar la pascua - el paso del pueblo escogido a través del Mar Rojo hacia la tierra prometida - debía de haber sido una noche de luna llena. Hecho que se repite cada Jueves Santo.
La Iglesia marca esa fecha como el centro del Año litúrgico y las demás fiestas que se relacionan con esta fecha cambian de día de celebración una o dos semanas.
Las fiestas que cambian año con año, son las siguientes:
• Miércoles de Ceniza
• Semana Santa
• La Ascensión del Señor
• Pentecostés
• Fiesta de Cristo Rey
Ahora, hay fiestas litúrgicas que nunca cambian de fecha, como por ejemplo:
• Navidad
• Epifanía
• Candelaria
• Fiesta de San Pedro y San Pablo
• La Asunción de la Virgen
• Fiesta de todos los santos
La diversidad de colores en las vestiduras sagradas pretende expresar con más eficacia, aún exteriormente, tanto el carácter propio de los misterios de la fe que se celebran, como el sentido progresivo de la vida cristiana en el transcurso del año litúrgico. Así los cristianos oran con sentimientos diversos evocados también por los colores de las vestiduras litúrgicas.
BLANCO:
Se usa en tiempo pascual, tiempo de navidad, fiestas del Señor, de la Virgen, de los ángeles, y de los santos no mártires. Es el color del gozo pascual, de la luz y de la vida.
Expresa alegría y pureza.
ROJO:
Se usa el domingo de Ramos, el Viernes Santo, Pentecostés, fiesta de los apóstoles y santos mártires. Significa el don del Espíritu Santo que nos hace capaces de testimoniar la propia fe aún hasta derramar la sangre en el martirio. Es el color de la sangre y del fuego.
VERDE:
Se usa en el tiempo ordinario (período que va desde el Bautismo del Señor hasta Cuaresma y de Pentecostés a Adviento). Expresa la juventud de la Iglesia, el resurgir de una vida nueva.
Se usa en los oficios y Misas del «ciclo anual».
MORADO:
Indica la esperanza, el ansia de encontrar a Jesús, el espíritu de penitencia; por eso se usa en adviento, cuaresma y liturgia de difuntos.
Es signo de penitencia y austeridad.
DORADO o PLATEADO:
Subraya la importancia de las grandes fiestas. En los días más solemnes pueden emplearse ornamentos más nobles, aunque no sean del color del día.
ROSA:
Subraya el gozo por la cercanía del Salvador el Tercer Domingo de Adviento, e indica una pausa en el rigor penitencial el Cuarto Domingo de Cuaresma. Es símbolo de alegría, pero de una alegría efímera.
AZUL:
Indica las fiestas marianas, sobre la Inmaculada Concepción.
NEGRO:
Expresión de duelo.
TODOS ESTOS COLORES DEBEN ESTAR MARCADOS TAMBIÉN EN NUESTRO CORAZÓN:
Debemos vivir con el vestido blanco de la pureza, de la inocencia. Reconquistar la pureza con nuestra vida santa.
Debemos vivir con el vestido rojo del amor apasionado a Cristo, hasta el punto de estar dispuesto a dar nuestra vida por Cristo, como los mártires.
Debemos vivir el color verde de la esperanza teologal, en estos momentos duros de nuestro mundo, tendiendo siempre la mirada hacia la eternidad.
Debemos vivir el vestido morado o violeta, pues la penitencia, la humildad y la modestia deben ser alimento y actitudes de nuestra vida cristiana.
Debemos vivir el vestido rosa, solo de vez en cuando, pues toda alegría humana es efímera y pasajera.
Debemos vivir con el vestido azul mirando continuamente el cielo, aunque tengamos los pies en la tierra.
Las relaciones entre la Iglesia Católica y el Pueblo Judío han experimentado grandes cambios desde la Declaración del Concilio Vaticano Segundo, Nostra Aetate (1965). Dicha Declaración resaltó las raíces judías del cristianismo y el rico patrimonio espiritual compartido por judíos y cristianos. En el último cuarto de siglo, el Papa Juan Pablo II ha aprovechado todas las oportunidades para promover el diálogo entre ambas comunidades de fe, que considera como inherente a nuestras identidades. Este diálogo fraterno ha engendrado un entendimiento y respeto mutuo. Esperamos seguir llegando a círculos cada vez más amplios y tocar las mentes y corazones de católicos y judíos y a la comunidad toda.
La 18ª Reunión del Comité Internacional de Enlace entre Católicos y Judíos se llevó a cabo en Buenos Aires del 5 al 8 de julio de 2004. Este encuentro, celebrado por primera vez en Latinoamérica, ha tenido como tema central Tzedek y Tzedakah (Justicia y Caridad) en sus aspectos teóricos y aplicaciones prácticas. Nuestras deliberaciones han sido inspiradas por el mandamiento de Dios “ama a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19:18; Mt 22:39). Desde nuestras diferentes perspectivas, hemos renovado nuestro compromiso con la defensa y promoción de la dignidad humana tal como se deriva de la afirmación bíblica de que todo ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Gen 1:26). Recordamos la defensa de los derechos humanos del Papa Juan XXIII para todos los hijos de Dios enunciada en su Encíclica Pacem in Terris (1963) y le rendimos un especial tributo por iniciar este cambio fundamental en las relaciones Católico-Judías.
Nuestro mutuo compromiso con la justicia tiene una profunda raíz en ambos credos. Recordamos la tradición de ayudar a la viuda, el huérfano, al pobre y al extranjero emanadas del mandato de Dios (Ex 22:20-22; Mt 25:31-46). Los Maestros de Israel desarrollaron una amplia doctrina de justicia y caridad para todos, basada en una profunda comprensión del concepto de Tzedek. Construyendo sobre la tradición de la Iglesia, el Papa Juan Pablo II, en su primera Encíclica, Redemptor Hominis (1979), recordaba a los cristianos que una verdadera relación con Dios requiere un fuerte compromiso con el servicio a nuestros semejantes.
Si bien Dios creó al ser humano en la diversidad, los dotó de la misma dignidad. Compartimos la convicción de que toda persona tiene derecho a ser tratada con justicia y equidad. Este derecho incluye compartir la gracia y los dones de Dios (jesed).
Dada la dimensión global de la pobreza, la injusticia y la discriminación, tenemos una clara obligación religiosa de mostrar preocupación por los pobres y por los que han sido privados de sus derechos políticos, sociales y culturales. Jesús, con una profunda raíz en la tradición judía de sus tiempos, hizo del compromiso con los pobres una prioridad en su ministerio. El Talmud afirma que el Sagrado, Bendito Sea, siempre cuida de los necesitados. Actualmente esta preocupación por los pobres debe comprender a amplios grupos en todos los continentes para incluir a los hambrientos, los sin techo, los huérfanos, las víctimas del SIDA, todos los que no reciben adecuados cuidados médicos y todos aquellos que no tienen esperanza de un futuro mejor. En la tradición judía, la forma superior de caridad consiste en derribar las barreras que impiden a los pobres salir de su estado de pobreza. En años recientes la Iglesia ha enfatizado su opción preferencial por los pobres. Los judíos y cristianos tienen igual obligación de trabajar por la justicia con caridad (Tzedakah) que finalmente llevará a la paz (Shalom) para toda la humanidad. Fieles a nuestras respectivas tradiciones religiosas, vemos a este compromiso común con la justicia y la caridad como la cooperación del hombre con el plan Divino de construir un mundo mejor.
A la luz de este compromiso común, reconocemos la necesidad de encontrar una solución a estos grandes desafíos: la creciente disparidad económica entre los pueblos, la gran devastación ecológica, los aspectos negativos de la globalización y la urgente necesidad de trabajar por la paz y la reconciliación.
Por lo tanto, saludamos a las iniciativas conjuntas de las organizaciones internacionales católicas y judías que han comenzado a trabajar para resolver las necesidades de los indigentes, los hambrientos y los enfermos, los jóvenes, los que no tienen educación y los ancianos. Sobre la base de estas acciones de justicia social nos comprometemos a redoblar nuestros esfuerzos para resolver las acuciantes necesidades de todos a través de nuestro compromiso común con la justicia y la caridad.
A medida que nos acercamos al 40 aniversario de Nostra Aetate, la declaración del Concilio Vaticano Segundo que repudió la acusación de deicidio contra los judíos, reafirmó las raíces judías de la Cristiandad y rechazó el antisemitismo, tomamos nota de los muchos cambios positivos de la Iglesia Católica en su relación con el Pueblo Judío. Estos últimos cuarenta años de diálogo fraternal contrastan sustancialmente con casi dos milenios de la“enseñanza del desprecio” y todas sus dolorosas consecuencias. Tomamos nuestra energía de los frutos de los esfuerzos colectivos que incluyen el reconocimiento de la relación única y continua entre Dios y el Pueblo Judío y el total rechazo al antisemitismo en todas sus manifestaciones, incluyendo el antisionismo como una expresión más reciente del antisemitismo.
Por su parte, la Comunidad Judía ha evidenciado un creciente deseo de llevar a cabo un diálogo interreligioso y acciones conjuntas sobre cuestiones religiosas, sociales y comunitarias a nivel local, nacional e internacional, como lo ilustra el nuevo diálogo directo entre el Gran Rabinato de Israel y la Santa Sede. Además, la comunidad judía ha dado pasos en programas educativos sobre cristianismo, la eliminación de prejuicios y la importancia del diálogo Judío-Cristiano. Además, la comunidad judía ha tomado conciencia y deplora el fenómeno del anticatolicismo en todas sus formas que se manifiesta en la sociedad toda.
En el 60 aniversario de la liberación de los campos de muerte nazis, declaramos nuestra decisión de impedir el resurgimiento del antisemitismo que llevó al genocidio y a la Shoá. Estamos juntos en este momento, siguiendo las principales conferencias internacionales sobre este problema que se han realizado recientemente en Berlín y en las Naciones Unidas en Nueva York. Recordamos las palabras del Papa Juan Pablo II que manifestó que el antisemitismo es un pecado contra Dios y contra la humanidad.
Nos comprometemos con la lucha contra el terrorismo. Vivimos en un nuevo milenio que ya se ha visto manchado con los atentados del 11 de septiembre de 2001 y otros ataques terroristas en el mundo. Conmemoramos el 10 aniversario de las dos trágicas experiencias del terrorismo aquí en Buenos Aires. El terrorismo, en todas sus manifestaciones y los asesinatos “en nombre de Dios” nunca se pueden justificar. El terrorismo es un pecado contra el hombre y contra Dios. Hacemos un llamamiento a todos los hombres y mujeres de fe a apoyar los esfuerzos internacionales por erradicar esta amenaza contra la vida, de tal manera que todas las naciones puedan vivir en paz y seguridad sobre la base del Tzedek y de la Tzedakah.
Nos comprometemos a llevar a la práctica y difundir las promesas mutuas que nos hemos hecho en Buenos Aires en nuestras propias comunidades de modo que el trabajo por la Justicia y la Caridad nos permita alcanzar el mayor don: la paz.
La Alianza, Testamento o Pacto hecho por Dios con los hombres, fue salvarlos por medio de un Redentor prometido, con la condición de que prestasen fe a su palabra y obediencia a sus leyes. El antiguo Pacto lo hizo primero Dios con Adán y Noé, y después más especialmente con Abrahán y su descendencia; pacto que exigía la fe en el futuro Redentor o Mesías y guardar la ley dada al principio por Dios, y promulgada más tarde a su pueblo por medio de Moisés.
Ahora, por boca de Jeremías, Dios manifiesta la respuesta de su misericordia a la reiterada infidelidad del pueblo de Israel. A consecuencia de esta infidelidad, el antiguo pacto había quedado roto (v. 32) pero en el más hermoso pasaje de todo el libro profético (Bover-Cantera), Dios revela que su designio permanece invariable. Es más, anuncia otra Alianza.
Entonces serán cambiados los corazones humanos, puesto que se inscribirá en ellos la ley de Dios. Oseas evoca esta Alianza bajo los rasgos de nuevos esponsales en amor, justicia, fidelidad, conocimiento de Dios… (Os 2,20-24). Ezequiel anuncia la conclusión de una alianza eterna, de una alianza de paz (Ez 34,25) y que comportará el cambio de los corazones y el don del Espíritu divino (Ez 36,26-27).
El nuevo Pacto, después de la venida de Jesucristo, Redentor y Salvador nuestro, lo hace Dios con todos los que reciben la señal que Él ha establecido, que es el Bautismo, y creen en Él y guardan la ley que el mismo Jesucristo vino a perfeccionar y completar, predicándola en persona y enseñándola de palabra a los Apóstoles[1].
«Aunque era Hijo, aprendió la paciencia por sus padecimientos y, una vez perfeccionado, vino a ser causa de sempiterna salud para todos los que le obedecen» (Hb 5, 8-9).
En la Segunda Lectura (Hb 5, 7-9), San Pablo[2] nos recuerda que el camino seguido por Dios para sellar este nuevo Pacto o Alianza fue la Encarnación de su Hijo.
Era necesario que Jesucristo fuese hombre para que pudiese padecer y morir, y que fuese Dios para que sus padecimientos fuesen de valor infinito para obtener la redención de los hombres. Por eso, hecho en todo igual a nosotros salvo en el pecado -o sea que sin tener pecado heredó y soportó como nosotros las consecuencias del pecado- Cristo será «causa de salvación eterna» (v. 9) por su obediencia a la voluntad del Padre.
Por la cruz, Cristo realiza la nueva Alianza anunciada por Jeremías (en Heb 8,8-12 se alude expresamente a Jer 31,31-34). Una Alianza que es nueva porque su mediador es más eminente y porque se ha sellado, no en sangre de animales, sino en la de Cristo mismo, derramada por nuestra redención. La antigua Alianza era imperfecta porque se mantenía en el plano de las sombras y de las figuras, la nueva es perfecta, puesto que Jesús, nuestro sumo sacerdote, nos asegura para siempre la cancelación de los pecados y el acceso a Dios.
III. «Y Yo, una vez levantado de la tierra, lo atraeré todo hacia Mí» (Jn 12, 32)
En el Evangelio (Jn 12, 20-33), Jesucristo alude a la hora, es decir, al momento en que habrá de consumar su sacrificio, la hora de la inmolación de la cual vendría su glorificación.
«Y Yo, una vez levantado de la tierra, lo atraeré todo hacia Mí» (v. 32), Esto es, consumada la redención, Cristo quedará como el centro al cual convergen todos los misterios de ambos Testamentos. Y aún más, la Alianza se extenderá a toda la gentilidad, a toda la humanidad convocada en la Iglesia. En Él han de unirse a un tiempo el cielo y la tierra como una nueva creación: «haciéndonos conocer el misterio de su voluntad; el cual consiste en la benevolencia suya, que se había propuesto (realizar) en Aquel en la dispensación de la plenitud de los tiempos: reunirlo todo en Cristo, las cosas de los cielos y las de la tierra» (Ef 1, 9-10).
«Si el grano de trigo arrojado en tierra no muere, se queda solo; mas si muere, produce fruto abundante» (v. 24). Jesús aplica esto primero a Él mismo. Significa así la necesidad de su Pasión y Muerte para que su fruto sea el perdón nuestro. En segundo lugar lo aplica a nosotros (v. 25) para enseñarnos a no poner el corazón en nuestro yo ni en esta vida que se nos escapa de entre las manos, y a buscar el nuevo nacimiento según el espíritu, prometiéndonos una recompensa semejante a la que Él mismo tendrá[3].
El profeta Jeremías había anunciado: «Pondré mi ley en sus entrañas, y la escribiré en sus corazones; y Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo» (Jer 31, 33). La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar bajo el impulso de la caridad y nos hace vivir de acuerdo con la condición de hijos de Dios.
Por tanto, para salvarnos no basta que Jesucristo haya muerto por nosotros, sino que es necesario aplicar a cada uno el fruto y los méritos de su pasión y muerte. Para ello los cristianos debemos cumplir la ley de Dios y acudir a las fuentes de la gracia que son los Sacramentos, de manera muy especial en el tiempo pascual que se acerca, renovando las promesas bautismales y recibiendo la Penitencia y la Eucaristía.
Las palabras de Jesús en el Evangelio de este Domingo, tienen su paralelo en la invitación que recogen los Sinópticos: «Si alguno quiere seguirme, renúnciese a sí mismo, y lleve su cruz y siga tras de Mí» (Mt 16, 24). En la cercanía de la Semana Santa y de la Pascua, acudimos a Nuestra Señora para que Ella nos enseñe a ser como la semilla que cae en tierra y muere para dar frutos de vida eterna. Vivamos estos días muy unidos a Cristo en el Calvario, para que cumpliendo la Ley que Dios ha escrito en nuestras almas, podamos participar un día de la Gloria de la Resurrección.
El hecho histórico de la última Cena es narrado en los evangelios de San Mateo (26, 26-28), San Marcos (14, 22-23), San Lucas (22, 19-20) y por San Pablo en la primera carta a los Corintios (11, 23-25), que permiten comprender el sentido del acontecimiento:
Jesucristo se entrega (cf. Jn 13,1) como alimento del hombre, ofrece su cuerpo y derrama su sangre por nosotros. Esta alianza es nueva porque inaugura una nueva condición de comunión entre el hombre y Dios (cf. Hb 9,12); además es nueva y mejor que la antigua porque el Hijo en la cruz se entrega a sí mismo y a cuantos lo reciben les da el poder de ser hijos del Padre (cf Jn 1, 12; Gal 3, 26). El mandamiento “Haced esto en conmemoración mía” indica la fidelidad y la continuidad del gesto, que debe permanecer hasta el retorno del Señor (cf 1 Co 11, 26).
Cumpliendo este gesto, la Iglesia recuerda al mundo que entre Dios y el hombre existe una amistad indestructible gracias al amor de Cristo, que ofreciéndose a sí mismo ha vencido el mal. En este sentido la Eucaristía es fuerza y lugar de unidad del género humano. Pero la novedad y el significado de la última Cena están inmediata y directamente relacionados con el acto redentor de la cruz y con la resurrección del Señor, “palabra definitiva” de Dios al hombre y al mundo. De este modo, Cristo, con su deseo ardiente de celebrar la Pascua, de ofrecerse (cf Lc 22, 14-16), se transforma en nuestra Pascua (cf. 1 Co 5,7): la cruz comienza en la Cena (cf 1 Co 11, 26).
Es la misma persona, Jesucristo, que, en la Cena en modo incruento y en la cruz con su propia sangre, es sacerdote y víctima que se ofrece al Padre: “sacrificio que el Padre aceptó, cambiando esta entrega total de su Hijo, que se hizo “obediente hasta la muerte” (Flp 2,8), con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección, porque el Padre es el primer origen y el dador de la vida desde el principio”.[15] Por este motivo no puede separarse la muerte de Cristo de su resurrección (cf. Rm 4, 24-25), con la vida nueva que surge de ella y en la cual somos sumergidos en el bautismo (cf Rm 6,4).